Hay dos retos mientras se cocina esta receta: Dar la vuelta a las tostadas si han estado "a remojo" mucho tiempo. Para ello es conveniente armarse con un par de paletas, tenedores, espumaderas o similar. Y el segundo reto es conseguir que llegue a la mesa la fuente con al menos el 50% de su contenido intacto.
En casa, las tostadas siempre las hemos hecho con pan duro, con PAN DEL DÍA ANTERIOR. También es verdad que el pan del pueblo no es igual que el de las ciudades, pero este era un requisito sine qua non para que mi abuela se pusiera manos a la obra. Una vez se nos ocurrió llevar la típica barra que hay en los supermecados indicando "especial para tostadas" y la respuesta de la abuela fue: -Con pan blandurrio no vamos a ninguna parte-.
Cuando era niña, este manjar solo se solía cocinar en época de cuaresma, al igual que la leche frita. Con el tiempo, la abuela comenzó a hacerlo en cualquier época del año ¡y qué bendición!
Es paradójico que esta delicia esté asociada a las épocas de ayuno y moderación. Por lo que he indagado, era así porque proporcionaba un aporte calórico que suplía las carencias de alimento que se tenían a lo largo del día, ya que la durante la cuaresma se pedía contención en la pitanza y había que seguir cumpliendo con las desgastadoras tareas del campo.
La receta es muy sencilla:
– Se pone al fuego un cazo con leche, canela en rama y cáscara de limón y naranja junto con unas cucharadas de azúcar (al gusto). Se deja hervir durante 5 o 10 minutos, se retira del fuego y se vierte en una fuente.
– Se parte el pan en rebanadas de un dedo de grosor y se empapan en la leche.
– Una vez empapadas las rebanadas, se pasan por huevo y se fríen en aceite de oliva muy caliente.
– Para finalizar, se sacan a una fuente y se espolvorea azúcar por encima.